Huyo de la fuerza de mi corazón para hablar de forma certera sobre el espectáculo que ofrece mi alma. Aquélla noche, mi cuerpo atolondrado respondía incluso a las gotas más débiles. Al suspiro más alejado. A las manos maestras de un sueño que no se escapa de mis cabellos.
Aquélla noche, pude hundir mis mártires al cielo del alma. Tomar la copa de fuego y verterla para morir. Quemar la culpa. Extinguir la pena. Brotar desde diferente tierra y diferente cuerpo.
He sentido la complacencia de una forma. He sentido, cómo lastima el fatalismo. Las inercias. El hostigamiento. El desencanto. La cuadratura entre Venus y Neptuno de golpe en la ilusión que a veces llamo vida.
De vuelta casa, existen también las personas. Existen sus cuerpos danzantes de forma contenida. Bailan sin saberlo. Sienten sin reconocerlo. Mortifican a sus muertos huyendo de sus propias justificaciones. De vuelta a casa, los faroles de luz se iluminan. Largas luces que miden mi peso. Pero esta vez soy ligera. Mi cuerpo ha cambiado de forma. Llevo dentro nueva vida. Nuevos rostros y linajes de misericordia. La calle se hace angosta. Y en mi mente, han comenzado a extenderse las raíces del pensamiento. Mi casa, mi cama, mi otro cuerpo que me espera, me pregunta que he hecho en mi propia ausencia. Y entre hilos de palabras, he tejido la mejor mentira:
- Esta vez será diferente, lo juro.
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