Hubo un tiempo en que los roces y las formas temblaban de ardor, entonces se comportaban silentes la una frente a la otra. Cuando llegaba la madrugada se escondían de los ojos que podrían mirarlas, porque cada destello de luz resignificaba sus verdaderos cuerpos y sacaba a entrever la sombra que guardó cada una en sus redes.
Creían que la calma de un espejo era su calma, y la fuerza de sus manos, la fuerza de todas las manos. La carne siempre buscó desprenderse del deseo para proteger su espacio de brotes que pudieran generar más daño del que ya traían. Siempre fueron conscientes del precio de su creación divina. Siempre fueron conscientes de que no existe la expansión sin dolor. Que no existe el roce sin temblores y que no existe el placer sin una turbulencia de espejismos. Los espasmos siempre consumieron sus carnes, a donde quiera que vayan, incluso habiendo reconocido la verdadera cara del tiempo y sus múltiples trampas al caminar.